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Intervista di Mayra Montero, a Salamanca

Reino | Antes que llegue el lunes domingo, 28 de julio de 2002 Por Mayra Montero
 | Especial para El Nuevo Día La nostalgia del mar produce esas obsesiones tierra adentro, y como Meri lo sabe, camina incansable por la ciudad tratando de descubrir una sirena más, una que todavía no tenga en fotos. (José L. Díaz de Villegas) MERI LAO es una italiana especialista en tangos y en sirenas. Suena algo extraño, pero es así. Ha escrito varios libros sobre estos temas, y va por la vida con una camarita con la que retrata todo vestigio de sirena que aparezca en la cornisa de un edificio, o en el portalón de una iglesia. Pero Meri es, sobre todo, una de esas personas que cuando se las deja atrás, una lamenta no haberle hecho más preguntas, o no haber pasado más tiempo a su lado, puesto que es una cuentista liberal e irónica, con una inteligencia eléctrica. A sus casi 74 años, esta milanesa que creció entre Argentina y Uruguay, fue concertista, y llegó a componer la música para una de las películas de Fellini, se dedica a dictar conferencias sobre los asuntos que mejor domina: el tango, siempre el tango, con hermosas lecturas ilustradas, y las sirenas, también con la ayuda de diapositivas, y ese intenso ideario submarino que nos deja con la boca abierta. Encontrándonos en una ciudad como Salamanca, Meri se da un auténtico banquete localizando -y destapando- antiguas sirenas talladas en la piedra, apenas unas colitas de pescado que asoman en medio de un escudo barroco, o en el alfiz de un arco. La nostalgia del mar produce esas obsesiones tierra adentro, y como Meri lo sabe, camina incansable por la ciudad tratando de descubrir una sirena más, una que todavía no tenga en fotos. Como ambas participamos en unas jornadas literarias que nos dejan bastante tiempo libre, la acompaño a retratar sirenas, que no son mi fuerte, y a retratar cigüeñas, que con ésas sí que se me cae la baba, y juntas pasamos las horas mirando hacia los nidos, riéndonos con el trasiego de los ejemplares adultos, que van y vienen de las charcas con ranas y culebras para alimentar a las crías. Desde que llegamos a Salamanca, ambas nos hemos mostrado dispuestas a vender nuestras almas -y todo lo que se tercie, la verdad sea dicha- con tal de que nos permitan visitar la Biblioteca General de la Universidad, ese bello recinto de la calle Libreros, donde sabemos que se guardan miles de manuscritos, y montones de incunables, y quién sabe qué cantidad de obras impresas en los siglos dieciséis y diecisiete. Una mañana, cuando volvemos de retratar sirenas, encontramos un mensaje: nos esperan a la una en el Edificio de Escuelas Mayores. El escritor nicaragüense Sergio Ramírez se apunta a la visita, que no es sino un viaje en el tiempo, en la máquina del tiempo, hacia otra época llena de signos y palabras fantasmales. El bibliotecario, un hombre bajito, menudo y calvo, nos espera impaciente, fumando en la amplia galería que rodea la Biblioteca. “Ustedes son unos privilegiados”, nos dice, mirándonos de arriba abajo. Sergio Ramírez, que está cáustico para variar, susurra: “¡Qué peligro este hombre!”. Lo dice por el cigarrillo, pero el otro lo apaga cuidadosamente antes de entrar a la sala principal, que es un lugar con un olor recóndito, algo borroso, como con todos los años del mundo. La sala se conserva tal cual la visitaban los estudiantes, los sacerdotes y los iluminados de hace siete siglos. Sobre una mesa nos muestran un manuscrito con la firma de Fray Luis de León. Miro esa firma: fue su letra, su pluma, su mano viva. El Inquisidor también ha firmado cada página. Otro libro, esta vez de Erasmo de Rotterdam, lleva la rúbrica de cuatro inquisidores. Dentro hay párrafos que han sido mutilados. Junto a la mutilación, las iniciales del censor de turno. No pasan los siglos sobre la estupidez. El gran momento llega cuando el bibliotecario abre la doble puerta de seguridad de una especie de bóveda, como la de los bancos. Antes de entrar, nos ordena que nos pongamos unos guantes desechables, y nos pide que nos abstengamos de toser o suspirar. No podremos estar dentro más de quince minutos. Pasamos adelante, y enseguida estamos entre los libros impresos en piel de vaca, o en piel de ternero neonato, pues aún no se inventaba el papel. Menudo como es, bajito y calvo, el bibliotecario se crece cuando nos muestra una de las joyas de la bóveda, una Geometría de Euclides del siglo XIII, con el teorema de Pitágoras. Me pone la página frente a los ojos: yo no respiro, ¿cómo me voy a atrever a echar mi aliento encima de ese texto imperturbable, que tiene un hálito de siglos? “Éste”, anuncia, al tiempo que levanta otra joya, “es el libro más antiguo que tenemos”. Está impreso en piel de vaca, perteneció a una reina de Zamora y data del año 1059. Contiene cantos oracionales, y es aquí que entra en acción la cazadora de sirenas, o sea, Meri Lao, que se inclina sobre el libro y pone cara de haber visto estrellitas de mar. “Son neumas”, exclama, “neumas…” El bibliotecario confirma que, en efecto, son cantos con notas arcaicas que se usaban antes de que se inventara la notación actual. “Pero no se entienden”, añade el hombre. “Yo sí entiendo”, replica Meri Lao, quien asegura que en su adolescencia aprendió a interpretar estas notas. Entonces, dentro de la bóveda donde no se suspira, no se tose ni se bosteza, ella rompe a cantar, con vocecita mística, los cantos que va leyendo en el libro. El bibliotecario se pone lívido. Y yo me enamoro, no hay nada que hacer: podría caer de rodillas. Pocos minutos después, el bibliotecario nos conmina a salir. Al atravesar la doble puerta de seguridad -combinación incluida-, se enjuga el sudor de la frente y vuelve a decir que hemos sido muy afortunados, que allí no entra nadie, bueno, sí, entran príncipes y dignatarios. Sergio Ramírez insiste en que el hombre es un peligro -ahora no sé por qué, pues no está fumando- y yo pienso que la verdadera princesa (y el verdadero peligro) tiene que ser esta mujer que canta neumas con la naturalidad de quien acaba de llegar del reino del Zamora. Aunque Meri Lao viva en el reino de Roma, con un loro congolés de treinta y pico de años, y un millón de discos de Gardel. RD